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¡Ah, qué tiempos aquellos…!

Apr 23, 2024

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Las décadas de los 60, 70 y 80 fueron épocas que estuvieron llenas de efemérides históricas, prácticas emblemáticas, cambios culturales y sociales y avances tecnológicos que marcaron a varias generaciones.

Desde la música hasta la moda, desde los movimientos sociales hasta los avances en la informática y las efemérides religiosas, esos años dejaron una huella imborrable en la memoria colectiva siendo inevitable sentir nostalgia por aquellas estaciones de sanas costumbres que para nada se parecen a los actuales momentos de desparpajos sociales.

El acto de escribir y enviar cartas fue una parte trascendental en la vida de las generaciones pasadas y antes de la popularización del correo electrónico y el whatsapp, enviar y recibir cartas era una forma emocionante de mantenerse en contacto con amigos, familiares y seres queridos que estaban lejos.

El proceso de escribir una carta requería dedicación y cuidado y la elección de las palabras, la redacción, la ortografía, la buena letra y el papel, eran importantes para expresar adecuadamente los sentimientos, y hasta impregnar de fragancias el sobre enviaba un mensaje directo a su receptor.

Bailar los «lentos» fue una parte expresiva de los estilos de muchas personas en las décadas anteriores, especialmente en fiestas, bodas o salidas nocturnas a discotecas y los lentos eran canciones románticas, generalmente con un ritmo pausado de melodías suaves que proporcionaban el ambiente perfecto para moverse abrazados disfrutando de momentos íntimos en la férrea conquista.

Bailar lento requería cierta destreza y sensibilidad para coordinar los movimientos al ritmo de la música, mientras se mantenía el contacto cercano con la pareja, y por supuesto era una oportunidad de oro para expresar reconcomios y conexiones personales a través del baile. ¿Cuántos noviazgos y matrimonios nacieron mientras se bailaba un lento?

La imagen de niños y adolescentes caminando, hacia y desde la escuela, es realmente un recuerdo icónico, porque especialmente en las áreas suburbanas o incluso en barrios urbanos más seguros, era común que los críos fueran a la escuela caminando y recogiendo flores por el sendero para llevarlas como presente a su maestra o a ese alucinante amor de estudiante.

Caminar a la escuela tenía varios beneficios, no solo era una forma de ejercicio físico regular, sino que también promovía la independencia y la autonomía en los niños; caminar con amigos o vecinos podía ser una oportunidad para socializar y fortalecer los lazos de afecto, planear sueños o una que otra travesura.

Antes de la era de los videojuegos en línea y las nocivas redes sociales, los niños pasaban mucho tiempo traveseando al aire libre con compañeros en las calles y parques de sus vecindarios, y la hora de la tarea era vista más como una pausa en la diversión que como una parte integral de la cotidianidad.

Después de un día escolar muchos niños se apresuraban a terminar sus tareas lo más rápido posible para poder salir y disfrutar del tiempo al aire libre, ya fuera montando patineta, jugando al fútbol en la calle, construyendo cambuches en solar o simplemente explorando los alrededores, porque la imaginación y la creatividad fluían libremente durante esas horas de esparcimiento.

Es cierto que en décadas pasadas muchos niños y adolescentes pasaban una gran cantidad de su tiempo libre departiendo en los espacios públicos de sus comarcanos, porque las zonas oficiales eran como extensiones naturales de los hogares, y los chicos se congregaban en parques, patios, esquinas y otros lugares al aire libre para pasar el tiempo juntos, porque las calles eran consideradas lugares seguros para jugar y todos tenían una mayor libertad para explorar y socializar fuera de casa.

El juego del escondite al anochecer era un clásico de la infancia, era común que los niños se divirtieran con este recreo emocionante y lleno de aventuras cuando caía la noche, porque la oscuridad añadía un elemento de adrenalina extra de emoción y misterio, haciendo de cada rincón y sombra un escondite perfecto.

El escondrijo en el crepúsculo era una actividad favorita, cuando el clima se tornaba cálido y los días eran más largos porque una seña o un silbido servía para que los chicuelos salieran de sus casas, se agruparan en equipos y se aventuraran por los patios traseros o vecindarios en busca de las mejores madrigueras, tratando de encontrar a sus amigos antes de que fuera demasiado tarde.

Hacer pasteles de barro fue una actividad clásica de otrora, una forma creativa y divertida de jugar al aire libre, especialmente para aquellos que vivían en áreas donde el suelo tenía la consistencia adecuada para dar forma a los pasteles y los niños solían reunirse en sitios naturales donde podían encontrar greda, y entonces con las manos, moldeaban el barro en formas de tartas, galletas y otras delicias imaginarias.

Coleccionar canicas fue una actividad muy popular entre los infantes y jovencitos, e incluso las pequeñas esferas de vidrio y otros materiales, eran objetos de juego versátiles que ofrecían horas de diversión y entretenimiento; se coleccionaban canicas de diferentes tamaños, colores y diseños, y muchos tenían boliches especiales, como los de cristal transparente o con remolinos de colores que eran muy valorados y apetecidos.

La golosa fue también un divertido juego que además de poner a prueba el equilibrio, desarrolló grandes habilidades de percepción y dominio en las matemáticas y tan solo se requería de un trozo de tiza para dibujarlas en el pavimento, una lata de gaseosa o un cacho de madera puntiaguda para grabarlas en la arena.

La lleva, un juego clásico lleno de solaz que entretuvo a muchas procreaciones, también conocidas como «la lleva pelota» o simplemente «la lleva», juego muy popular en varias culturas de la usanza cuando un grupo de amigos se reunían en un espacio abierto y pasaban una pelota de un jugador a otro usando diferentes partes del cuerpo, como las manos, los pies o la cabeza.

Policías y ladrones, ponchados, el gato y el ratón, carrera de encostalados, descolgarse de la pendiente con las zorras o carretas de balineras, tijera o papel, “de la Habana viene un barco cargado de”…,los saltos y carcajadas bajo la lluvia, estatua, “embocholar” la coca, hacer piruetas con el yoyo, coleccionar figuras, leer tiras cómicas y cuentos como el Santo y Condorito, construir cometas con los talegos del arroz y otros esparcimientos clásicos llenos de diversión, entretuvieron también a muchas generaciones.

Qué decir de los chupetines que fueron sin duda un dulce favorito de todos, unos pequeños caramelos en palitos convertidos en delicia irresistible para niños y adultos por igual, que venían en una variedad de sabores, desde los clásicos como frutilla, naranja y limón, hasta opciones más exóticas como cola, cereza o uva.

Una de las cosas más divertidas de los chupetines era la forma en que se disfrutaban y con ansiosa lamida se revelaba gradualmente su sabor dulce y refrescante, y el proceso de llegar al centro podía ser toda una aventura llena de emoción. Vendría luego el bon bon bum y las grandes bombas con el chicle que, tras la diablura de un dedo ajeno, quedaba pegado a la nariz.

Definitivamente, la creatividad y la imaginación eran fundamentales para el regodeo, hacer juguetes de papel fue una actividad común entre los menores de esa época y con tan solo un pliego del periódico, tijeras, pegamento o saliva y un poco de ingenio, se podían crear una variedad infinita de figuras.

Los aviones de papel, barcos, cometas, muñecos recortables, figuras en 3D y mucho más, les daba el derecho a los niños de pasar horas cortando, doblando y pegando para dar vida a sus creaciones, y de paso desarrollar las habilidades motrices.

La colección de fotos y álbumes de recortes fue una acción muy común y significativa para muchas personas en tiempos pasados, cuando no había llegado la era digital y las familias solían revelar y guardar físicamente los retratos como recuerdos tangibles de momentos especiales en sus vidas.

Los álbumes de recortes fueron especialmente populares entre los clanes que deseaban preservar y compartir recuerdos importantes; recopilados empastados o argollados que solían contener una variedad de fotos, desde eventos familiares como cumpleaños, bodas y vacaciones, hasta los cotidianos y divertidos capturados en el día a día. Además de las fotos, los álbumes servían para coleccionar recortes de periódicos, tarjetas de felicitación, cartas de amores perpetuos, los pétalos de aquella rosa desojada en primavera y otros recuerdos físicos que ayudaban a reconstruir historias.

La costumbre de reírse bajito antes de dormir para evitar que los padres descubrieran que aún estábamos despiertos es algo con lo que muchos pueden identificarse y en generaciones anteriores, era común que los niños disfrutaran de pequeñas diabluras nocturnas antes de ir a la cama.

A menudo este momento, antes de conciliar el sueño, era una oportunidad para compartir risas, secretos y complicidades entre hermanos y a pesar de la hora tardía, el deseo de prolongar la diversión y la sensación de estar haciendo algo «prohibido» al quedarse despierto un poco más era parte de la magia de la infancia.

Reírse en voz baja o susurrar para no despertar a los padres era una estrategia común y casi un ritual para mantener la diversión mientras se trataba de no ser descubierto y aunque los padres podrían haber sospechado que los niños aún estaban despiertos, se hacían los de la vista gorda o incluso participaban con una sonrisa cómplice desde la puerta antes de dejar que los pequeños se durmieran.

Compartir platillos en festividades especiales era una tradición maravillosa que unió a familias y comunidades durante generaciones, las celebraciones solían incluir una variedad de deliciosas fórmulas caseras y las familias y amigos se reunían para compartir comidas festivas, por lo que los postres siempre eran una parte importante del compartir de unos y otros.

Son tantas las bellas y sanas costumbres que fueron desapareciendo hasta esfumarse con el tiempo, que solo han quedado los recuerdos del ayer como evidencia reveladora de una sociedad que disfrutaba de las pequeñas cosas que hacían grande la existencia.

Esperar con ansias el Jueves Santo para que nos sirvieran el doble huevo frito, estrenar la pinta navideña al día siguiente de la celebración, alistar las ollas y el mecato para el almuerzo de río del primero de enero, reunirse en familia en torno al pequeño transistor para escuchar las radionovelas como Arandú, Natacha o Juan Sin Miedo, tomarse la fotografía mientras caminábamos por la plaza principal del pueblo, amarrar el pañolón de la abuela a la pata de la butaca.

Peinarnos con el sumo del agua de panela para mantener rígido el copete o ponernos en la cabeza las medias veladas de la mamá para apaciguar el indomable mechón parado, almidonar el cuello y los puños  de las camisas para asistir a la entrevista primera  de trabajo, lustrar los zapatos la noche anterior hasta dejarlos relucientes así estuvieran rotos por debajo, reemplazar el micrófono por el cepillo del cabello y convertirnos en estrellas fugaces frente al espejo, hacer las mingas de tamales en familia, donde cada quien colocaba un ingrediente.

Decorar la pared con los vinilos viejos rayados por la aguja y el almanaque de piel roja del que arrancábamos una hoja cada día, empapelar el cuarto con los afiches del equipo de fútbol preferido o las bandas del rock and roll de las épocas ochenteras, hacer las lámparas del cuarto con los palos de paletas, ponernos a la tapada la ropa del hermano para asistir bien “pinchados” a las fiestas de ron con Coca Cola.

Mandar el habitual “telegrama” en las fechas memorables, desarrollando la capacidad de síntesis, poner el pantalón bajo la almohada para marcar la línea, guardar los tarros de galletas para convertirlos en macetas y hacer lo mismo con la mica esmaltada de la abuela, echarse cuanto menjurje había para convertirse en hombre de poblada barba y pelo al pecho, sacar el diente de leche tirando de una cuerda amarrada a la puerta.

Pegar el timbre del vecino con cinta y salir corriendo, “comprar” al hermano menor para que no contara de nuestras pilatunas a los mayores, idealizar amores ficticios con los apuestos maestros y las vecinas del barrio, en fin,… tantas rutinas, más que, nos rebotan las melancolías y nos hacen acordarnos de las cuitas de un pasado que jamás volverá.

Este escrito  lo hago en homenaje a aquellos que ya se han ido, a los que aún quedan atesorando sus recuerdos, a quienes se debaten entre las añoranzas y el aterrador “avance”  de las actuales épocas, a los que conservan intactos los valores del respeto, la lealtad y la ética, a los que aún le dan valor a la palabra y a todos los que aferrados a las bondades de la vida entienden que vale más la entrega de un girasol recogido a la ladera del camino o una canción l

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