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El Viacrucis del amor e ingratitud
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El camino hacia el Calvario no fue solamente una vía de dolor físico y humillación pública; fue, sobre todo, la más sublime manifestación de amor incondicional que la humanidad haya conocido.
Jesucristo, el Redentor, abrazó la cruz no como castigo, sino como un acto voluntario de entrega absoluta, con la esperanza ardiente de redimir a un mundo sumido en la oscuridad del pecado y el egoísmo.
Cada paso que dio, cada caída bajo el peso de la cruz, fue una declaración silenciosa pero poderosa de amor eterno. Él, que sanó al leproso, dio vista al ciego, levantó al paralítico y devolvió la vida al que yacía sin aliento, fue el mismo que escuchó, con la mirada serena y el alma herida, el clamor infame de una multitud que gritaba al unísono: “Crucifícale”
Qué paradójico y desgarrador resulta ese momento en el que el pueblo, al que Él sirvió con ternura, se transformó en su verdugo, aquellos que fueron testigos de sus prodigios, que comieron del pan multiplicado y bebieron del vino nuevo de la esperanza, se convirtieron en los heraldos de su condena.
El morbo, la ignorancia y la ingratitud tejieron una corona de espinas que no solo desgarró su frente, sino que expuso la mezquindad humana en su forma más cruda, episodio que no es un mero hecho histórico; es un espejo del alma humana.
Nos muestra, con dolorosa claridad, que muchas veces son aquellos a quienes más hemos amado, a quienes hemos entregado nuestro tiempo, nuestras fuerzas y hasta nuestras lágrimas, los primeros en voltear el rostro cuando caemos, los más prestos a soltar la mano cuando tropezamos, los más ansiosos por señalar nuestras heridas en lugar de curarlas.
El Viacrucis, entonces, no es solo el camino de Cristo, es también el retrato de nuestra capacidad para traicionar lo sagrado, para destruir lo que no comprendemos, y para devolver mal por bien, pero al mismo tiempo, es una invitación poderosa a amar sin condiciones, a servir sin esperar gratitud, y a cargar nuestras propias cruces con la dignidad de quien sabe que su dolor puede ser semilla de redención.
El Viacrucis de Jesús no fue simplemente un trayecto de sufrimiento físico y oprobio público, fue y sigue siendo, la expresión más honda del amor redentor, el acto supremo de entrega por parte de aquel que, siendo Dios, se hizo hombre para abrazar la humanidad en su fragilidad y con cada paso vacilante hacia el Calvario, Cristo revelaba no sólo su dolor, sino también la insondable profundidad de su misericordia.
Pero en medio del odio y la burla, también hubo destellos de luz, porque donde abundó la injusticia, también brotaron gestos de compasión. Un hombre llamado Simón de Cirene fue llamado a ayudar a cargar la cruz, y con ese acto sencillo y humilde, se convirtió en símbolo de todos aquellos que, sin protagonismo, alivian el peso de los demás.
Una mujer, conocida como Verónica, se atrevió a romper el cerco de la crueldad para secar el rostro sangrante del Maestro, y su valentía fue recompensada con la imagen viva del Salvador grabada en su lienzo.
A lo largo del camino, su Madre, María, lo siguió con el corazón traspasado de dolor, y con ella, un grupo de mujeres lloró no solo la injusticia de su condena, sino también el pecado del mundo e incluso en lo alto del madero, mientras el sol se ocultaba y la tierra temblaba, un ladrón moribundo reconoció en Jesús al Hijo de Dios. “Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino,” suplicó, y en ese último suspiro halló misericordia y vida eterna.
El Viacrucis, entonces, no es solo una historia de traición, sino también una lección eterna de amor que se mantiene firme aún en medio del rechazo y nos enseña que, aunque muchos puedan fallarnos, siempre habrá manos que sostienen, rostros que consuelan, lágrimas que acompañan, y almas que, en el último instante, se abren a la redención.
Es el reflejo de nuestras propias vidas, un sendero donde se entrelazan el dolor y la esperanza, la caída y la gracia, la soledad y la compañía silenciosa de quienes nos aman de verdad.