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¿Gracias?

Dec 28, 2023

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Uno de los sentimientos que tiene mayor complejidad por ser adherente solo un fragmento de la humanidad es la gratitud.

La gratitud es una compunción de valoración y aprecio por esas acciones que otras personas hacen a favor nuestro y las que se reciben a diario por la gracia de lo divino, lo enigmático, o por lo que cada quien considera como Ser Supremo.

Ser grato es tener memoria para almacenar las buenas labores de aquellos que, aunque muchas veces desconocidos, llegan a nuestras vidas para magnificar el término de “Ángeles Terrenales” y nos proyectan a escenarios de bienestar y éxito sin pedir nada a cambio, o esperar diezmo ni recompensa.

Es muy cierto que todos tenemos días lúgubres, jornadas difíciles y altibajos en los que sufrimos tanto que muchas veces quisiéramos borrar de tajo y para siempre esos episodios tormentosos marcados en la memoria, porque como el hierro ardiente sobre la piel del ganado, queda pegado hasta el último en la faz de los recuerdos.

En instantes en que la salud se debilita y a los leñazos entendemos que la vida es solo un soplo, es ahí cuando aprendemos a valorar las cosas pequeñas como la luz, que entra por la ventana en la aparición tenue del día, el milagro de poder respirar y abrir los ojos para contemplar, tras el cristal, las bondades de la existencia, o las caricias matutinas con las que nos sentimos queridos, amados y valorados.

Lo contrario a la gratitud es la ingratitud, una manera de olvido y desprecio que nos hace dejar de lado, de un momento a otro, a los que nos benefician y a quienes han estado o estuvieron con nosotros, porque la ingratitud no reconoce nada, ni el mérito ajeno y mucho menos las prebendas obtenidas.

La ingratitud es una forma de egoísmo voraz, característica de la raza humana, evidenciada en todos los episodios de la historia con la que se ha ignorado el bien protagonizado por los demás y se mancilla a quien fue o ha sido luz y faro del camino.

Hay muchos calificativos, cada uno con significados complejos para examinar las actitudes del ser humano, como el caso donde el ingrato suele ser diagnosticado como una persona soberbia, descuidada, mediocre, que obra de mala fe y produce desconsuelo a quienes se han esmerado por brindarle protección y consuelo.

Somos una raza desmemoriada cuando de reconocer se trata porque al igual que la hiena solo queremos más y más, aún y a sabiendas que tenemos la boca abarrotada, de ahí que juzguemos tan duro a quien ayer nos dio y hoy no tiene para darnos, o al que nos regaló y ahora por diferentes circunstancias ya no puede hacerlo.

El adagio dice: “Interés cuantos vales”, reflexión que cae como anillo al dedo para identificar a los que se comunican luego de mucho tiempo de olvido en busca de un favor, una dádiva o un objetivo de beneficio personal. “Primero que todo llamo para saludarte y saber cómo estás” y a renglón seguido descargan el recado, único y real propósito de la llamada: Otro favor, otra petición, otra ayuda, otro auxilio, que como los anteriores una vez se reciba, será olvidada y desairada con el abandono.

“Es de bien nacido ser agradecido” dice otro refrán, sin embargo, no todos consiguen serlo y por eso los científicos señalan que la ingratitud es una conducta irregular que pone en peligro la estabilidad emocional, por cuanto las personas que presentan esta clase de comportamientos traen consigo el rechazo social, el aislamiento y el desprecio, fenómenos que a la postre desembocan en conflictos interpersonales de consecuencias colectivas. 

El desagradecido se convierte en un ser cínico, capaz de mentir, traicionar y enredar con tal facilidad, que sus marañas son yá hábitos de vida y sello de sus acciones. No tiene vergüenza y con descaro vuelve y pide, luego de haber vendido a su benefactor, porque su única intención es saciar el hambre y solucionar de inmediato sus diarias afugias al costo que sea, pero, una vez lo logra, vuelve y desaparece con procacidad escurridiza.

“No le doy las gracias porque para eso le estoy pagando” dicen algunos subidos que administran los recursos ajenos, sin medir siquiera que el solo hecho de recibir una atención benéfica de alguien, por mínima que sea, debe ser motivo para decir gracias. A quien nos abre y nos recibe en la puerta, el que hace aseo a nuestra oficina o nuestra casa, el que lleva un café al escritorio y en fin… a los que dan esas pequeñas cosas que hacen grande cada día.

Y hay también los que afirman, “no le tengo que dar las gracias de nada, yo me sostengo aquí por mi trabajo». Otra altiva frase dicha para justificar las acciones soberbias de los que de rodillas golpearon a la puerta pidiendo que le abrieran y una vez adentro se adueñaron de la casa.

Otra expresión muy común escuchar es ¿y entonces le tengo que estar agradecido toda la vida?, pronunciada por los visitantes inoportunos que llegan a invadir nuestro espacio con la cara baja pidiendo auxilio y recalcando con voz quejosa «Ayúdeme que se lo agradeceré toda la vida».

¿Y Usted porque habla así, acaso no le dio la oportunidad de trabajar con él? preguntan los sorprendidos, tanto por la actitud, como por la respuesta de aquellos ingratos a los que se les ha dado la oportunidad de trabajo y por cierta circunstancia o porque fallaron en el cumplimiento de metas y objetivos ya no hacen parte de la nómina. 

Los estudios hechos para analizar este repudiable fenómeno arrojan que el ingrato, por lo general, sufre más los problemas de salud, padece de estrés, envejece más rápido, tienen malas relaciones con los demás, son traicioneros, mentirosos y eso los lleva a crear un entorno lúgubre, tóxico y pesado que nada bien le hace a la estabilidad mental.

Lo más aconsejable en estos casos y ante la situación de tener que convivir con las personas desagradecidas, es practicar la asertividad, cuya habilidad permite interactuar con estos personajes, sin permitir que entren en el espacio más íntimo o personal, por cuanto en esa área son expertos y terminaremos siendo títeres útiles de sus manipulaciones y deseos.

Así mismo, para capotear a estos actores y mantenerlos a raya, es muy oportuno aprender a defender nuestras propias convicciones y entender que por más que hagamos o digamos, no vamos a ser capaces de cambiar a estos individuos y entonces la compostura más idónea es la distancia con ellos, aun si nos toca compartir el día a día por situaciones de trabajo o cualquier otra circunstancia impuesta.

Una persona ingrata no es un ser de fiar, es alguien de quien siempre debemos esperar cosas no muy limpias, merecedor de la duda. Una persona ingrata es similar al Judas de la Última Cena, o a todos esos personajes malévolos de los cuentos y las historias que han vendido el alma al diablo, a precios irrisorios, con tal de satisfacer sus caprichos y lograr con sorprendentes maniobras sus retorcidas intenciones.

Es muy sencillo ser agradecido, recordar y no olvidar, identificar a aquellos que nos han proporcionado tantos beneficios y han sido el eje sobre el cual se nos ha dado la posibilidad de mover la ruleta de la vida para crecer en lo intelectual, humano, económico o haber llegado a esos escenarios de reconocimiento que tanto anhelábamos.

Por eso no basta con decir, gracias de boca para afuera, porque la gratitud se debe reflejar en lo que hacemos, en esos pequeños detalles de valores mínimos en lo económico, pero de riqueza infinita en la intención, apreciadas como nunca por parte de esos personajes reposados que quizá lo tienen todo y por eso el más mínimo gesto de afecto les colma de emoción y vida. Por fortuna hay muchos autores de manifestaciones gratas que no omiten prolijidad alguna y refrendan con hechos, sentimientos tan preciados de «fina coquetería».

Con la llegada del internet las gracias se convirtieron en frases fusiladas y figuras prefabricadas con las que se sale del paso de manera poco genuina y entonces el aparato del receptor se llena de corazones, manitas arriba y memes que invaden la memoria de almacenamiento de los móviles y que distan mucho de una verdadera expresión de gratitud, ofrenda y sentimiento en lejanía. 

Dar las gracias por la vida, por el pan servido a la mesa, por el aire que nos permite estar enérgicos, por la compañía silenciosa de quienes permanecen siempre a nuestro lado dando calor a la hoguera, de los que lidian con soberana paciencia los altibajos de nuestro agrio temperamento, el que coloniza y descubre nuestro talento y lo potencia tanto que se convierte luego en propósito de vida, y a los que dan, dan y siguen dando aún en la traición y en los agravios.

Dar gracias por el regalo imperecedero de los buenos amigos, por quienes se la han jugado para satisfacer nuestros caprichos, por la mano alentadora que soporta las penurias cuando estamos abatidos, por los que nos siguen custodiando aún desde la distancia y por quienes nunca se olvidaron de los favores recibidos.  

En fin, como suelo repetirlo una y otra vez, «la gratitud es la memoria del corazón» por eso ¡Gracias! y siempre ¡Gracias! a los que damos ¡Gracias! porque como lo perpetuó en sus versos la gran Violeta Parra antes de partir… ¡Gracias a la Vida!…

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