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La resurrección, el nuevo amanecer de la vida
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La resurrección de Jesús no fue simplemente un acontecimiento que coronó las páginas sagradas de la Escritura; fue y sigue siendo el amanecer de una verdad eterna, anunciada desde los confines de lo invisible, esperada por los profetas, pero comprendida por muy pocos corazones.
Fue la irrupción gloriosa de la vida sobre la muerte, la certeza luminosa de que la esperanza no muere, aunque todo parezca perdido.
Es el canto divino que irrumpe en el silencio del sepulcro, el acto supremo de amor con el que el Hijo de Dios, hecho carne y fragilidad, desafió el abismo de lo desconocido para enseñarnos que no hay ocaso sin promesa de aurora y que incluso después del dolor más hondo y la noche más oscura, se puede volver a nacer.
Renacer, en la luz de Cristo, no es simplemente volver a respirar, sino hacerlo con un hálito renovado, impregnado de sabiduría, de lecciones profundas, de una ilusión más honda y más serena.
Es levantarse desde las cenizas de lo que fuimos, para abrazar con humildad lo que podemos llegar a ser. Es dejar atrás los ecos del pasado que aún hieren y atormentan, para permitir que la redención los transforme en aprendizajes perecederos.
La resurrección es, entonces, el milagro más humano y más divino a la vez, la prueba de que siempre es posible volver a empezar, de que ningún error es definitivo, y que cada caída incuba la semilla de un nuevo intento.
En el gesto eterno de Jesús que se alza victorioso sobre la muerte, se revela el mensaje más puro del amor donde todo puede ser transformado, todo puede ser redimido y todo puede volver a florecer.
Que la resurrección de Jesús no sea solo un símbolo distante en el calendario, sino una llama viva que inspire en nosotros el renacer de los sueños nobles, de los propósitos sanos y de las metas que se construyen con manos entrelazadas y corazones unidos.
Que cada alma, herida por el tiempo o por la vida, halle en esta Pascua el aliento divino para perdonar y olvidar, para soltar el peso de lo que dolió y abrazar la promesa de lo que puede sanar.
Resucitemos a la conciencia serena, a la cordura que orienta, a la humildad que ennoblece y a la solidaridad que hermana, para dejar sepultados en el silencio de un ayer sin retorno los egos que ciegan, la maldad que corroe, la envidia que divide y el rencor que encadena.
Que en cada chispa que vuelva a encenderse, incluso en aquellas luces que creímos apagadas para siempre, reconozcamos que siempre hay un lugar, un instante, un milagro posible para resucitar y retomar el vuelo hacia todo lo bueno que paciente espera.