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María, el amor inconmensurable de una madre

Apr 19, 2025

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Desde el instante sagrado en que la gracia del Altísimo obró maravillas en su vientre virginal, María fue transformada en símbolo eterno de amor, paciencia, resiliencia, perdón y misericordia.

Allí, en el silencioso milagro de la Anunciación, comenzó a latir un amor único, un amor que no conoce medida, que todo lo espera, todo lo soporta, todo lo entrega.

Contempló en silencio, con el corazón lleno de ternura y asombro, cómo aquel Hijo, concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, crecía en sabiduría y estatura, preparándose para cumplir la voluntad divina que le había sido encomendada desde la eternidad.

Y cuando en las bodas de Caná las tinajas estaban vacías, ella, con la certeza de una madre que conoce el poder escondido en su hijo, le pidió que hiciera el milagro, porque sabía, desde lo más profundo de su ser, que en Él habitaba la plenitud.

María también conoció el dolor, ese que se lleva por dentro como una llama secreta. Sufrió el desconcierto de José, el juicio de la gente, la incertidumbre de un destino marcado por la cruz y oró, con una fe inquebrantable, por su Hijo como solo una madre puede orar, con lágrimas que lavaban la tierra y suspiros que ascendían al cielo.

Fue testigo muda de su ministerio, del clamor de los pueblos, de los pasos firmes y de las palabras que encendían los corazones, y también fue testigo de su pasión, de su entrega, de su condena. 

Sintió en lo más hondo del alma el dolor de cada latigazo, de cada espina, de cada clavo y cuando la lanza atravesó el costado de su Hijo, fue como si el filo traspasara también su propio corazón.

Lo acompañó en el camino al Calvario, sosteniéndolo con la mirada, calmandolo con palabras susurradas entre lágrimas, y cuando su cuerpo sin vida descendió de la cruz, lo recibió de nuevo en sus brazos, como aquella vez en Belén, cuando lo arrulló por primera vez entre pañales y esperanzas.

Lloró desconsolada al no encontrar su cuerpo en el sepulcro, y luego, al contemplar el milagro de la resurrección, su alma se glorificó, plena de un gozo celestial que solo el amor puede comprender.

Y es que así es el amor de una madre: obstinado, eterno, incondicional, porque el hijo es una extensión de su carne, es el latido que habitó en su interior, el suspiro que se entrelaza con su corazón. Es la oración encarnada, el reflejo de su ternura, la razón por la que vive, lucha y sueña, la que ríe y da gracias al cielo por el milagro de la vida, la que vela el sueño de sus hijos con manos cansadas y alma despierta, la que corrige con firmeza y acaricia con bondad, la que enseña el camino, aunque su latido se quede atrás. La total, la presencia constante, la sombra celeste que no se aparta, que sostiene, que impulsa, que abraza, aun cuando todo parece derrumbarse.

María, Madre de Dios, es también el espejo sagrado de todas las madres: las que aman en el silencio, las que sufren en lo oculto, las que esperan contra toda esperanza, porque en su amor se revela el misterio más profundo del cielo, el que se da sin medida, el que no muere, el que todo lo transforma, el amor verdadero.

¿Cuántas madres, esposas, hijas, hermanas, encarnan, sin saberlo, la ternura de María, su fortaleza escondida, su fe que no vacila?

Ellas están en todas partes: En los barrios sencillos, en los campos donde florece la esperanza, en las ciudades que a veces olvidan mirar al cielo, en los hospitales, cuidando con manos temblorosas pero decididas, en las cocinas donde el pan se amasa con amor, en las escuelas donde siembran conocimiento y dulzura, en los templos donde oran con lágrimas silenciosas y en los hogares, donde cada gesto es una forma de decir «aquí estoy», como Ella lo hizo.

Son las mujeres que aman sin condiciones, que perdonan sin esperar recompensa, que luchan sin alardes y que cada día se levantan con el alma vestida de dignidad. Son las que cargan cruces invisibles con una sonrisa que no deja ver el dolor, las que abrazan con fuerza, aunque estén rotas por dentro, las que creen en el mañana, aunque el presente sea incierto.

Las madres que encarnan el perdón que no juzga, sino que acaricia, la misericordia que restaura, que reconstruye los pedazos de un alma herida, la compasión que abraza incluso al que ha fallado mil veces, el milagro cotidiano de tantas Marías que no tienen altares, pero que son sagradas en su andar callado.

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María, el amor inconmensurable de una madre

Apr 19, 2025

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