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Todos somos adictos
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Vivimos en una era que tiende a encapsular la palabra adicción dentro de los márgenes visibles de los excesos: las drogas ilícitas, el alcohol, el juego compulsivo, las pantallas omnipresentes.
Adicto, se le adjudica a lo marginal, a lo extremo, a lo clínicamente perturbador; Sin embargo, si nos detenemos a observar con un mínimo de honestidad radical, descubrimos una verdad incómoda, y es que todos, sin excepción, cargamos con algún tipo de dependencia, alguna forma más sutil o más evidente de esclavitud psicoemocional.
Porque la adicción no siempre se presenta con una jeringa en la vena o un vaso tembloroso en la mano. Muchas veces se disfraza de rutina, de emoción mal gestionada, de excusa recurrente.
En ocasiones, somos adictos al ruido, a la hiperactividad mental, al conflicto, al dinero, a la prisa o a la constante necesidad de reconocimiento y estas también son formas de dopamina encubierta que el cerebro interpreta como recompensa, aunque erosione progresivamente nuestra autenticidad.
La neurociencia nos revela que toda adicción responde a circuitos de recompensa en el sistema límbico, donde neurotransmisores como la dopamina actúan como moneda emocional. Así, revisar compulsivamente las redes sociales no es solo un hábito moderno, sino un mecanismo de gratificación instantánea que mitiga, momentáneamente, la ansiedad existencial.
No buscamos contenido, buscamos consuelo. No exploramos el mundo digital, averiguamos validación emocional. El “me gusta” se convierte en un microdosis de aceptación, y la selfie, en un grito silencioso de pertenencia.
Otros, por su parte, son adictos a la productividad, no como un ejercicio de sentido, sino como una evasión del vacío, porque detenerse es arriesgarse a escuchar el silencio interior, y el silencio, cuando no ha sido cultivado, puede ser insoportable.
Vivimos corriendo, no por llegar, sino por no sentir y la ocupación crónica se vuelve una estrategia inconsciente para evitar enfrentarnos con la soledad ontológica del ser, o con esas inseguridades que nos acompañan como sombras permanentes.
También están los que habitan en el pasado como si fuera una habitación conocida, aunque dolorosa y se aferran al rencor, al dolor no resuelto, a la queja como identidad. Sostienen el sufrimiento como quien se aferra a una piedra ardiente: quema, pero soltarla sería perder una parte del yo construido alrededor del drama y esa es la adicción a la narrativa, al relato que justifica el estancamiento.
Surge entonces una pregunta esencial: ¿de dónde nace esta necesidad tan humana de atarnos? Tal vez del vértigo que produce la libertad, del miedo profundo que sentimos ante la incertidumbre de vivir sin muletas emocionales.
O tal vez porque el ser humano, en su condición vulnerable, busca anclas, aunque estén hechas de plomo, y porque nos han enseñado que el bienestar es una meta futura, no un estado presente. Nos han programado para posponer la paz, como si vivir en plenitud fuese un lujo reservado para después.
Reconocer nuestras adicciones, sean pequeñas o monumentales, es un acto de valentía, no para juzgarnos, sino para comprendernos con compasión, porque toda adicción es, en última instancia, un intento de calmar un dolor o una carencia. Y todos, absolutamente todos, buscamos alivio.
Algunos lo encuentran en el arte, en la espiritualidad, en el contacto con la naturaleza o en la intimidad genuina. Otros lo buscan sin saberlo en hábitos autodestructivos que se visten de rutina, de normalidad o de éxito incluso.
El verdadero desafío, entonces, es formularnos preguntas incómodas, pero necesarias:
¿Qué me domina? ¿Qué no puedo soltar? ¿Qué ansiedad intento aplacar cuando como sin hambre, cuando no dejo de mirar el celular, cuando me cuesta descansar, cuando no sé cómo decir “no”? ¿A qué parte de mí estoy encadenado sin saberlo?
En el fondo, todos somos adictos porque todos somos humanos, y quizás, la auténtica libertad no radique en renunciar a todo, sino en elegir con consciencia a qué queremos entregarnos.
Si hemos de rendirnos ante algo, que sea a la paz serena del momento presente, al gozo de una risa compartida, a la plenitud de estar aquí y ahora, al amor que no necesita poseer, al bienestar que no exige condiciones y al arte que como la buena música, nos libera de ataduras esquematizadas y nos permite echar a volar el alma.